Relativizando la emancipación. Una reflexión histórica para el anarcofeminismo

Por Aurora Maymón

Operarias del taller de cigarrillos superiores en la Real Fábrica de Tabacos de Gijón, en 1906, en una fotografía de Julio Peinado.

Para relativizar aquello de que el empleo dignifica y a las mujeres nos empodera…

Es interesante señalar que la incorporación de las mujeres al trabajo asalariado desde principios del siglo XIX, con el advenimiento del capitalismo y el surgimiento de los proletariados, estuvo especialmente motivada por la concepción patriarcal de que las mujeres son naturalmente inferiores a los hombres. Esa concepción patriarcal se reforzó cuando empezó a justificarse con argumentos que pretendían combinar las ciencias de la biología y la economía, y entonces el discurso de que las mujeres son menos productivas que los hombres por naturaleza se popularizó. Así, los empresarios preferían emplear a mujeres no por el carácter «femenino» de los empleos -más bien esos empleos, antes desempeñados por los hombres, se feminizaron-, sino por una cuestión de abaratamiento de la mano de obra.

Las organizaciones sindicales, dominadas en su gran mayoría por los obreros varones (con la excepción de aquellos sindicatos de sectores laborales donde la mano de obra era eminentemente feminina) no prestaban atención a cuestiones que afectaban específicamente a las mujeres, tales como la maternidad y la percepción de salarios inferiores. De hecho, el pensamiento generalizado del proletario hombre organizado en sindicatos tendía a considerar a las mujeres no como compañeras de clase, sino como la competencia que le arrebataba el trabajo. Sencillamente, la mujer, por su condición natural destinada a la reproducción y al cuidado, no debía estar en los sindicatos porque no debía trabajar a cambio de un salario. Vemos, así, por ejemplo, cómo incluso en tiempos de Revolución Social, había colectividades de la CNT o de la CNT-UGT donde las mujeres continuaban percibiendo salarios inferiores a los hombres y cómo las luchas por las mejoras salariales de muchos sindicatos de la CNT no iban destinadas a equiparar el salario, sino que perpetuaban la brecha.

Solo partiendo de estas premisas se puede comprender y empatizar con el surgimiento, desde muy temprano, de agrupaciones específicas de mujeres que luchaban por su emancipación, pese a que, a su vez, los hombres alegaran (y aleguen) que las mujeres son sus iguales y que no deben «dividir la lucha» contra el enemigo común que es el capital: que cuando la revolución social esté hecha, la emancipación de las mujeres estará hecha. ¿Esperar tranquilas a que se haga la revolución, como si fuéramos ajenas a ella? ¿Dejar la emancipación de las mujeres en manos del varón? ¿Deja la clase trabajadora, a caso, su emancipación en manos del patrón?

Todo esto de la incorporación de las mujeres al trabajo asalariado entendida por el gran grueso del feminismo como uno de los grandes hitos emancipatorios para las mujeres, me recuerda a lo que decía Emma Goldman sobre el fetiche del sufragio femenino. Quizá la incorporación al trabajo en un principio se entendió como un paso hacia la independencia de las mujeres en un contexto en el que el marido, padre o hermano eran quienes controlaban la economía, el cuerpo, la mente y el devenir de las mujeres. Igual que el voto era considerado por las feministas burguesas como un paso hacia la posibilidad de las mujeres de sumarse a la toma de decisiones políticas. Sin embargo, el paso del tiempo ha podido demostrar cómo, en todos los sentidos, la incorporación de las mujeres al mundo de los hombres ha supuesto, simplemente, la perpetuación de las dinámicas de poder capitalistas, racistas y patriarcales. Así tenemos a mujeres asquerosamente poderosas y opresoras que han sido muy beneficiadas por los entramados del poder, por la incorporación al voto y al trabajo asalariado. La patraña de la conquista histórica, por parte de las mujeres, de la posibilidad de ser tan opresoras como siempre lo fueron los hombres.

Y aquí uno de los motivos por los que es importante el anarcofeminismo, compañeres: para que nadie tenga que incorporarse a las dinámicas autoritarias de nadie bajo la ceguera de un espejismo de libertad.

Porque es fundamental romper las fronteras de cualquier índole y colectivizar los roles y espacios separados impuestos históricamente por el patriarcado, de la mano del capitalismo y de los estados. Y añado un tercer espacio a estos dos antes comentados (el público de los hombres y el privado de las mujeres), el cual también hay que romper con urgencia: el espacio invisible incluso para la historia que acabo de contar, el que hace estallar el binarismo, el de las identidades sexuales disidentes, no normativas a ojos del sistema que queremos ver arder. Mujeres y hombres que hoy dan una patada a la idea de que, para serlo, debe coincidir plenamente el trinomio sexo-cuerpo-género. Incluso aquelles que ni siquiera quieren ser mujeres u hombres. Les despojades incluso por parte de nuestros movimientos de lucha de hoy, donde muchas personas reniegan de la existencia de ese tercer espacio que incomoda porque subvierte todos los esquemas tradicionalmente concebidos. Porque son acusades de borrar el significado de ser una mujer o un hombre. Porque borran el significado que el patriarcado dio a ser una mujer, un hombre y una persona.

Por eso es importante el anarcofeminismo. Para construir los cimientos del mundo nuevo que anhelamos, libre de toda jerarquía política, de género, económica y racial, y de toda forma de poder y autoridad. Y cuando digo libre, es libre.