Notas sobre el nacionalismo en Rudolf Rocker (I)

Por Rudolf Rocker (1873 – 1958)

Rudof Rocker (1873-1958)

 

Todo nacionalismo es reaccionario por esencia, pues pretende imponer a las diversas partes de la gran familia humana un carácter determinado según una creencia preconcebida. También en este punto se manifiesta el parentesco íntimo de la ideología nacionalista con el contenido de toda religión revelada. El nacionalismo crea separaciones y escisiones artificiales dentro de la unidad orgánica que encuentra su expresión en el ser humano; al mismo tiempo aspira a una unidad ficticia, que sólo corresponde a un anhelo; y sus representantes, si pudieran, uniformarían en absoluto a los miembros de una determinada agrupación humana, para destacar tanto más agudamente lo que la distingue de los otros grupos. En ese aspecto, el llamado nacionalismo cultural no se diferencia en modo alguno del nacionalismo político, a cuyas aspiraciones de dominio ha de servir, por lo general, de hoja de parra. Ambos son espiritualmente inseparables y representan sólo dos formas distintas de las mismas pretensiones.

El nacionalismo cultural aparece más puramente allí donde hay pueblos sometidos a una dominación extranjera, y por esa razón no pueden llevar a cabo los propios planes políticos de dominio. En este caso se ocupa el pensamiento nacional con preferencia de la actividad creadora cultural del pueblo e intenta mantener viva la conciencia nacional por el recuerdo del esplendor desaparecido y de la grandeza pasada. Tales comparaciones entre un pasado que se ha convertido ya en leyenda y un presente de esclavitud hacen doblemente sensible para el pueblo la injusticia sufrida; pues nada pesa más en el espíritu del hombre que la tradición. Pero si, tarde o temprano, consiguen esos grupos étnicos oprimidos sacudir el yugo extranjero y actuar por sí mismos como potencia nacional; la parte cultural de sus aspiraciones queda excesivamente delegada para dejar el campo a la realidad escueta de las consideraciones políticas. La historia reciente de los Estados formados después de la guerra en Europa habla al respecto con elocuencia.

También en Alemania fueron fuertemente influidas por el romanticismo, antes y después de las guerras de la independencia, las aspiraciones nacionales, cuyos portavoces se esmeraban por hacer revivir en el pueblo las tradiciones de una época pretérita y por presentar el pasado envuelto en una aureola de gloria. Cuando se desvanecieron luego, como pompas de jabón, las últimas esperanzas que los patriotas alemanes habían puesto en la liberación del yugo de la dominación extranjera, se refugió el espíritu tanto más en las noches encantadas de luna y en el mundo legendario, preñado de los anhelos del romanticismo, para encontrar olvido ante la triste realidad de la vida y ante sus ultrajantes decepciones.

En el nacionalismo cultural convergen generalmente dos sentimientos distintos que, en el fondo, no tienen nada de común. Pues el apego a la tierra natal no es patriotismo, no es amor al Estado, no es amor que tiene sus fuentes en la concepción abstracta de la nación. No hacen falta vastas explicaciones para demostrar que el pedazo de tierra en que el hombre ha pasado los años de su juventud está hondamente encarnado con sus sentimientos. Pues son las impresiones de la niñez y de la temprana juventud las que se graban con más fuerza en el espíritu y las que más tiempo se conservan en el alma del hombre. El terruño es, por decirlo así, la indumentaria externa del hombre, al que todo pliegue le es familiar. De ese sentimiento del terruño proviene también, en años ulteriores, el mudo anhelo por un pasado enterrado hace mucho tiempo bajo las ruinas, y esto hizo posible a los románticos penetrar tan adentro con su mirada.

El sentimiento del terruño no tiene ningún parentesco con la llamada conciencia nacional, aunque a menudo se confunden y se expenden como valores idénticos, como hacen los falsos monederos. Es precisamente la conciencia nacional la que devora los tiernos capullos del verdadero sentimiento del terruño, pues pretende nivelar todas las impresiones que recibe el hombre a través de la inagotable multiformidad de la tierra nativa y canalizadas en un molde determinado. Tal es el resultado inevitable de aquellas aspiraciones mecánicas de unidad, que realmente sólo son las aspiraciones del Estado nacional.

El intento de querer suplantar el apego natural del ser humano al terruño por el amor obligatorio a la nación —una institución que debe su aparición a todos los azares posibles y en la que se soldarán con puño brutal elementos a quienes no agrupó ninguna necesidad interior— es uno de los fenómenos más grotescos de nuestro tiempo, pues la llamada conciencia nacional no es otra cosa que una creencia propagada por consideraciones políticas de dominio, creencia que ha sucedido al fanatismo religioso de los siglos pasados y se ha convertido hoy en el mayor obstáculo para todo desenvolvimiento cultural. Esa ciega veneración de un concepto abstracto de patria no tiene nada de común con el amor al terruño. El amor al terruño no sabe que es aquello de voluntad de poder, está libre de toda arrogancia hueca y peligrosa frente al vecino, que son los rasgos característicos de todo nacionalismo. El amor al terruño no conduce a la política práctica y menos aún persigue objetivos que tengan relación con la conservación del Estado. Es simplemente la expresión de un sentimiento interior, que se manifiesta tan espontáneamente como la alegría humana en la naturaleza, de la cual el terruño es una partícula. Considerado de ese modo el sentimiento del terruño es, si se compara con el amor estatalmente prescrito hacia la nación, como un producto genuino natural en relación a un sucedáneo elaborado en la retórica.

El nacionalismo moderno no es más que voluntad de Estado a todo precio, completa supresión del ser humano en holocausto a las finalidades superiores del poder. Esto es precisamente lo característico: el nacionalismo actual no nace del amor al propio país ni a la propia nación; tiene su raíz, más bien, en los planes ambiciosos de una minoría ávida de dictadura, decidida a imponer al pueblo una determinada forma de Estado, aun cuando repugne completamente a la voluntad de la mayoría. La ciega creencia de que la dictadura nacional puede realizar milagros, debe substituir en el hombre el amor al hogar nativo y al sentido de la cultura espiritual de su tiempo; el amor a los semejantes debe quedar aplastado ante la grandeza del Estado, al cual los individuos han de servir de pasto.

«El nacionalismo actual jura sólo ante el Estado y anatematiza a los connacionales como traidores a la patria cuando se resisten a los objetivos políticos de la dictadura nacional o cuando se muestran tan sólo indiferentes a sus planes».

La coacción no une; la coacción separa a los hombres, pues carece del impulso interior de todas las ligazones sociales: el espíritu, que reconoce las cosas, y el alma, que aprehende los sentimientos del semejante porque se siente emparentada con él. Al someter a los seres humanos a la misma coacción no se les acerca unos a otros; al contrario, se crean distanciamientos entre ellos y se alimenta el instinto del egoísmo y del aislamiento. Las agrupaciones sociales sólo tienen consistencia y llenan su cometido cuando se apoyan en la voluntariedad y emanan de las propias necesidades de los seres humanos. Sólo en tales condiciones es posible un estado de cosas en que la solidaridad social y la libertad personal del individuo se fusionan entre sí tan estrechamente que no se pueden separar ya como entidades distintas.

Lo mismo que en toda religión revelada el individuo está designado para obtener para sí mismo el prometido reino de los cielos, sin preocuparse mayormente de la redención de los demás, pues tiene bastante que hacer con la propia; así intenta también el hombre, dentro del Estado, acomodarse lo mejor que puede, sin romperse demasiado la cabeza sobre el modo cómo lo harán o dejarán de hacerlo los demás. Es el Estado el que destruye radicalmente el sentimiento social de los hombres, presentándose en todos los asuntos como mediador e intentando reducirlos a la misma norma, que para sus representantes es la medida de todas las cosas. Cuanto más fácilmente puede convertirse el Estado en el amo que decide sobre las necesidades personales de sus ciudadanos; cuanto más honda e implacablemente penetra en su vida individual y desprecia sus derechos privados, tanto más victoriosamente sofoca en ellos el sentimiento de la solidaridad social; tanto más fácilmente consigue disolver la sociedad en sus partes diversas y acoplarlas como accesorios muertos al engranaje de la máquina política.

El moderno hombre de masa, ese desarraigado compañero de la técnica en el período del capitalismo, dominado casi sólo por impulsos externos y constantemente agitado por todas las impresiones del momento, pues se le empequeñeció el alma y perdió un equilibrio interior que sólo puede mantenerse en una verdadera comunidad, se acerca ya considerablemente al hombre mecánico. La gran industria capitalista, la división del trabajo, que llega a sus objetivos culminantes en el sistema Taylor y en la llamada racionalización de la industria; la disciplina cuartelera en que se adiestra metódicamente a los ciudadanos durante su servicio militar; unido todo esto al moderno adiestramiento instructivo y a todo lo relacionado con ello, son fenómenos cuyo alcance no hay que menospreciar si se quieren ver claramente las conexiones internas de la situación actual. Pero el nacionalismo moderno, con su declarada hostilidad a la libertad y su orientación militarista desarrollada hasta el extremo, no es más que el puente hacia un automatismo sin cerebro y sin corazón, que indudablemente tiene que conducir a la ya anunciada decadencia de Occidente si no se le oponen diques a tiempo. Pero por el momento no creemos todavía en un porvenir tan oscuro; más bien estamos convencidos de que la humanidad lleva todavía en su seno una cantidad de energías ocultas y de impulsos creadores que la harán superar con éxito la crisis desastrosa que amenaza a toda la cultura humana.

Lo que hoy nos circunda por todas partes es comparable a un caos espantoso que desarrolló hasta la completa madurez todos los gérmenes de la decadencia social y, sin embargo, en ese loco torbellino de los acontecimientos, hay también numerosos indicios de un nuevo desarrollo, que se cumple al margen de los caminos de los partidos y de la vida política, y señala con esperanza hacia el futuro. Alentar esos comienzos, resguardarlos, fortificarlos para que no sucumban antes de tiempo, es hoy la misión más noble de todo militante persuadido de la insostenibilidad de las condiciones vigentes, pero que no deja al destino, en cansada resignación, que las cosas sigan su curso, que tiene la mirada atenta a nuevos horizontes que ofrezcan a la humanidad perspectivas de un nuevo ascenso de su cultura espiritual y social. Pero ese ascenso no puede operarse más que bajo la inspiración de la libertad y de la solidaridad; sólo de ellas surgirá aquel profundo y purísimo anhelo hacia un estado de justicia social que se manifiesta por la cooperación solidaria de los hombres y allana el camino a una nueva comunidad.

En y por sí misma, la locura colectiva de los creyentes carece de verdadera importancia, pues siempre gira en torno a las fuentes del milagro y es poco accesible a las condiciones prácticas. En cambio, las aspiraciones de aquellos a quienes esa locura ha de servir de instrumento son bien significativas, aun cuando sus resortes secretos no sean reconocidos por la mayoría en el torbellino de los hechos humanos. Pero en eso está el peligro. El déspota absoluto de los tiempos pasados podía apelar sin duda, a la legitimidad de su reinado por la gracia de Dios; pero en las consecuencias de cada uno de sus actos volvía siempre en torno a su persona; ante el mundo su nombre debía cubrir todo derecho e injusticia, ya que su voluntad imperaba como ley suprema. Pero bajo el manto de la nación se puede esconder todo lo que se quiera: la bandera nacional cubre toda injusticia, toda inhumanidad, toda mentira, toda infamia, todo crimen. La responsabilidad colectiva de la nación ahoga el sentimiento de justicia del individuo y lleva al ser humano a pasar por alto la iniquidad perpetrada, convirtiéndola incluso en una acción meritoria cuando ha sido llevada a cabo
en interés de la nación.

La idea de la nación —dice el filósofo poeta indio Tagore— es uno de los medios soporíferos más eficaces que ha inventado el hombre. Bajo la influencia de sus
perfumes puede un pueblo ejecutar un programa sistemático del egoísmo más craso, sin percatarse en lo más mínimo de su depravación moral; aún más, se le
excita peligrosamente cuando se le llama la atención sobre ella.

Tagore denominó a la nación como egoísmo organizado. La calificación ha sido bien elegida; sólo que no se debe olvidar nunca que se trata aquí siempre del egoísmo organizado de minorías privilegiadas, oculto tras el cortinaje de la nación, es decir, tras la credulidad de las grandes masas. Se habla de intereses nacionales, de capital nacional, de mercados nacionales, de honor nacional y de espíritu nacional; pero se olvida que detrás de todo sólo están los intereses egoístas de políticos sedientos de poder y de comerciantes deseosos de botín, para quienes la nación es un medio
cómodo que disimula a los ojos del mundo su codicia personal y sus intrigas políticas.

El movimiento insospechado del industrialismo capitalista ha fomentado la posibilidad de sugestión nacional colectiva hasta un grado que antes no se hubiera siquiera soñado. En las grandes ciudades actuales y en los centros de la actividad industrial viven millones de seres estrechamente prensados, privados de su vida personal, adiestrados sin cesar moral y espiritualmente por la prensa, el cine, la radio, la educación, el partido y cien medios más, en un sentido que les hace perder su personalidad.En los establecimientos de la gran industria capitalista el trabajo se ha vuelto inerte y automático y ha perdido para el individuo el carácter de la alegría creadora. Al convertirse en vacío fin de sí mismo ha rebajado al hombre a la categoría de eterno galeote y le ha privado de lo más valioso: la alegría interior por la obra creada, el impulso creador de la personalidad. El individuo se siente solo como un elemento insignificante de un grandioso mecanismo, en cuya monotonía desaparece toda nota personal.

________________________

– Apuntes tomados del libro Nacionalismo y Cultura (1936) de Rudolf Rocker. Para indagar en el mismo clic aquí

– Para escuchar un podcast de una radio de España sobre el mismo clic aquí

– Película “El Huevo de la Serpiente” de Ingmar Bergman (1977) recomendada para comprender época del libro clic aquí